En realidad, ya eran casi las siete menos cuarto. ¿Es que no había
sonado el despertador? Desde la cama se veía que estaba puesto a las cuatro;
por tanto, tenía que haber sonado. Pero ¿era posible seguir durmiendo a pesar
de aquel sonido que hacía estremecer hasta los muebles? Su sueño no había sido
tranquilo. Pero, por eso mismo, debía de haber dormido al final más
profundamente. ¿Qué podía hacer ahora? El tren siguiente salía a las siete;
para tomarlo tendría que darse muchísima prisa. El muestrario no estaba aún
empaquetado, y él mismo no se sentía nada dispuesto. Además, aunque alcanzase
el tren, no evitaría reprimenda del amo, pues el mozo del almacén, que había
acudido al tren a las cinco, debía de haber dado ya cuenta de su falta. Y si
dijese que estaba enfermo, ¿qué pasaría? Pero esto, además de ser muy penoso,
despertaría sospechas, pues Gregorio, en los cinco años que llevaba empleado,
no había estado nunca enfermo. Vendría el gerente con el médico. Se desharía en
reproches, delante de los padres, respecto a la holgazanería de Gregorio, y
refutaría cualquier objeción con el dictamen del doctor, para quien todos
los hombres están siempre sanos y sólo padecen de horror al trabajo. Y la
verdad es que, en este caso, su diagnóstico no habría sido del todo infundado.
Salvo cierta somnolencia, fuera de lugar después de tan prolongado sueño, Gregorio se sentía francamente bien, además de muy hambriento.
Franz Kafka