viernes, diciembre 30, 2005

Cromañón


Aunque esa noche no estuve allí, ni mis hijas estuvieron allí, ni ninguno de mis alumnos estuvo allí, desde el 30 de diciembre del año pasado a menudo paso largos momentos de angustia dentro de Cromañón. Porque fui a muchos recitales en mi vida, aunque hace años que casi no lo hago, porque mi hija menor fue a ese mismo boliche unas semanas antes del horror, porque amigos de mis alumnos perdieron la vida en él. Porque, a pesar de ser profesora de literatura y haber explicado cientos de veces lo que es una tragedia, sólo comprendí el cabal significado de lo trágico esa noche, cuando las sirenas que aturdían mi barrio (vivo a sólo ocho cuadras) me hicieron temer algo definitivamente grave, cuando las primeras imágenes televisivas me quitaron el sueño y los sueños, cuando comprendí que era fin de año pero no había Año Nuevo. Me indigné con la indiferencia de quienes encendieron fuegos artificiales para festejar mientras tantos sufrían; lloré con cada uno de los padres, novios, hermanos; me angustié con los relatos de quienes pudieron sobrevivir.
Como en las tragedias griegas, sentí el temor, el miedo por nuestros chicos, el miedo por nuestras vidas, tan frágiles. También sentí la compasión que se multiplica infinitamente en cada uno de los relatos, en las historias mínimas y absolutas, que no puedo dejar de leer a pesar de la angustia. Pero, a diferencia de esas antiguas tragedias, no termina de haber catarsis: no se trata de la imitación de hechos terribles, es un hecho terrible, es real y permanente, y no hay desahogo posible.
Indudablemente, el reparto de responsabilidades y culpas es importante y puede aliviar un poco pero no cierra la herida. Porque ésta sigue abierta a pesar de Chabán preso, de los funcionarios acusados, de los músicos sospechados y del peso de la conciencia del que encendió la bengala (si es que vive). Porque la fragilidad de nuestras vidas, acentuada sin dudas por la irresponsabilidad, la corrupción y el desinterés por los otros que caracterizan a nuestra sociedad, se puso en evidencia para siempre esa noche que no termina de terminar. Porque mi dolor no cesa y, aunque no se pueda equiparar con el de las víctimas o sus familiares, está vivo. Porque de alguna manera yo también estuve en Cromañón.

jueves, diciembre 08, 2005

Cucub

Vayan y cuenten en las aldeas que volvió el mensajero.
Digan que está cansado. Y que camina con dolor. Que parece un anciano cuando calla y parece un niño cuando sonríe.

Digan, también, que continúa cantando contra el Odio. Porque aprendió, de tanto andar en la tierra, que el Odio retrocede cuando los hombres cantan.

(Liliana Bodoc. Los días del fuego)

lunes, diciembre 05, 2005

La Destrenzada

Cuando la silueta de la Destrenzada apareció en la boca de la gruta, el Brujo sonrió.
La Destrenzada había humedecido su piel con aceite de madreselvas.
-Porque tengo amor- le respondió al brujo que buscaba el lugar donde empezaba el perfume.
A la Destrenzada le gustaba aquella cueva porque allí atrapaba gotas de agua que luego llevaba en sus manos para verterlas sobre la boca de Welenkín.
Y era siempre lo mismo.
-Sucederá con la sexta gota que bebas- prometía la Destrenzada.
La Destrenzada caminaba por la cueva, procurando adivinar cuál de todas las gotas que pendían del techo rocoso sería la primera en desprenderse.

El Brujo la miraba recostado contra una pared de la gruta. Welenkín la amaba siempre. Ella lo amaba a veces.
-¡Aquí está!
La Destrenzada se acercó a Welenkín con la primera gota.
-Bebe- le dijo-. Es agua que arde en la lengua.
Y los ojos negros sonrieron en los ojos dorados.
Welenkín observaba ensimismado los pies descalzos de la mujer que andaba con gracia sobre la piedra oscura.
-¡Aquí está!
La Destrenzada llegó con la segunda gota.
Bebe -dijo-. Es agua que da sed.
Y una boca sonrió sobre la otra.
Al poco rato, volvió la Destrenzada con la tercera gota.
-Y ésta es agua que desespera.
Welenkín era dorado. La Destrenzada era oscura.
Con la cuarta gota de agua la mujer hizo una promesa. Con la quinta gota de agua, hizo un pedido. Y con la sexta gota, la Destrenzada no quiso irse ni Welenkín quiso que se fuera.
Hasta el amanecer, en La-gruta-que-siempre-llueve, el instante se transformó en el único tiempo. No fue larga ni breve la noche para los amantes. La noche giró sobre sí misma, anudó las piernas. Y se dispuso para la felicidad...

(Liliana Bodoc. Los días del fuego)

Naufragio inconcluso


Este temporal a destiempo,
estas rejas en las niñas de mis ojos,
esta pequeña historia de amor que se cierra
como un abanico que abierto
mostraba a la bella alucinada:
la más desnuda del bosque
en el silencio musical de los abrazos.
(Alejandra Pizarnik)