domingo, noviembre 26, 2017

Rebeca




Solo Rebeca sucumbió al primer impacto. La tarde en que lo vio pasar frente a su dormitorio pensó que Pietro Crespi era un currutaco de alfeñique junto a aquel protomacho cuya respiración volcánica se percibía en toda la casa. Buscaba su proximidad con cualquier pretexto. En cierta ocasión José Arcadio le miró el cuerpo con una atención descarada, y le dijo: «Eres muy mujer, hermanita». Rebeca perdió el dominio de sí misma. Volvió a comer tierra y cal de las paredes con la avidez de otros días, y se chupó el dedo con tanta ansiedad que se le formó un callo en el pulgar. Vomitó un líquido verde con sanguijuelas muertas. Pasó noches en vela tiritando de fiebre, luchando contra el delirio, esperando, hasta que la casa trepidaba con el regreso de José Arcadio al amanecer. Una tarde, cuando todos dormían la siesta, no resistió más y fue a su dormitorio. Lo encontró en calzoncillos, despierto, tendido en la hamaca que había colgado de los horcones con cables de amarrar barcos. La impresionó tanto su enorme desnudez tarabiscoteada que sintió el impulso de retroceder. «Perdone», se excusó. «No sabía que estaba aquí». Pero apagó la voz para no despertar a nadie. «Ven acá», dijo él. Rebeca obedeció. Se detuvo junto a la hamaca, sudando hielo, sintiendo que se le formaban nudos en las tripas, mientras José Arcadio le acariciaba los tobillos con la yema de los dedos, y luego las pantorrillas y luego los muslos, murmurando: «Ay, hermanita; ay, hermanita». Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no morirse cuando una potencia ciclónica asombrosamente regulada la levantó por la cintura y la despojó de su intimidad con tres zarpazos, y la descuartizó como a un pajarito. Alcanzó a dar gracias a Dios por haber nacido, antes de perder la conciencia en el placer inconcebible de aquel dolor insoportable, chapaleando en el pantano humeante de la hamaca que absorbió como un papel secante la explosión de su sangre. Tres días después se casaron en la misa de cinco. José Arcadio había ido el día anterior a la tienda de Pietro Crespi. Lo había encontrado dictando una lección de cítara y no lo llevó aparte para hablarle. «Me caso con Rebeca», le dijo. Pietro Crespi se puso pálido, le entregó la cítara a uno de los discípulos, y dio la clase por terminada. Cuando quedaron solos en el salón atiborrado de instrumentos músicos y juguetes de cuerda, Pietro Crespi dijo: 
—Es su hermana.
—No me importa —replicó José Arcadio.
Pietro Crespi se enjugó la frente con el pañuelo impregnado de espliego.
—Es contra natura —explicó— y, además, la ley lo prohíbe.

José Arcadio se impacientó no tanto con la argumentación como con la palidez de Pietro Crespi.
—Me cago dos veces en natura —dijo—. Y se lo vengo a decir para que no se tome la molestia de ir a preguntarle nada a Rebeca.

Gabriel García Márquez. Cien años de soledad