Solo Rebeca
sucumbió al primer impacto. La tarde en que lo vio pasar frente a su dormitorio
pensó que Pietro Crespi era un currutaco de alfeñique junto a aquel protomacho
cuya respiración volcánica se percibía en toda la casa. Buscaba su proximidad
con cualquier pretexto. En cierta ocasión José Arcadio le miró el cuerpo con
una atención descarada, y le dijo: «Eres muy mujer, hermanita». Rebeca perdió
el dominio de sí misma. Volvió a comer tierra y cal de las paredes con la
avidez de otros días, y se chupó el dedo con tanta ansiedad que se le formó un
callo en el pulgar. Vomitó un líquido verde con sanguijuelas muertas. Pasó
noches en vela tiritando de fiebre, luchando contra el delirio, esperando, hasta
que la casa trepidaba con el regreso de José Arcadio al amanecer. Una tarde, cuando todos dormían la siesta,
no resistió más y fue a su dormitorio. Lo encontró en calzoncillos, despierto,
tendido en la hamaca que había colgado de los horcones con cables de amarrar
barcos. La impresionó tanto su enorme desnudez tarabiscoteada que sintió el
impulso de retroceder. «Perdone», se excusó. «No sabía que estaba aquí». Pero
apagó la voz para no despertar a nadie. «Ven acá», dijo él. Rebeca obedeció. Se
detuvo junto a la hamaca, sudando hielo, sintiendo que se le formaban nudos en
las tripas, mientras José Arcadio le acariciaba los tobillos con la yema de los
dedos, y luego las pantorrillas y luego los muslos, murmurando: «Ay, hermanita;
ay, hermanita». Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no morirse
cuando una potencia ciclónica asombrosamente regulada la levantó por la cintura
y la despojó de su intimidad con tres zarpazos, y la descuartizó como a un
pajarito. Alcanzó a dar gracias a Dios por haber nacido, antes de perder la
conciencia en el placer inconcebible de aquel dolor insoportable, chapaleando
en el pantano humeante de la hamaca que absorbió como un papel secante la
explosión de su sangre. Tres días después se casaron en la misa de
cinco. José Arcadio había ido el día anterior a la tienda de Pietro Crespi. Lo
había encontrado dictando una lección de cítara y no lo llevó aparte para
hablarle. «Me caso con Rebeca», le dijo. Pietro Crespi se puso pálido, le
entregó la cítara a uno de los discípulos, y dio la clase por terminada. Cuando
quedaron solos en el salón atiborrado de instrumentos músicos y juguetes de
cuerda, Pietro Crespi dijo:
—Es su hermana.
—No me importa —replicó José Arcadio.
Pietro Crespi se enjugó la frente con el
pañuelo impregnado de espliego.—Es su hermana.
—No me importa —replicó José Arcadio.
—Es contra natura —explicó— y, además, la ley lo prohíbe.
José Arcadio se impacientó no tanto con la
argumentación como con la palidez de Pietro Crespi.
—Me cago dos veces en natura —dijo—. Y se lo
vengo a decir para que no se tome la molestia de ir a preguntarle nada a
Rebeca.
Gabriel García
Márquez. Cien años de soledad