Aunque esa noche no estuve allí, ni mis hijas estuvieron allí, ni ninguno de mis alumnos estuvo allí, desde el 30 de diciembre del año pasado a menudo paso largos momentos de angustia dentro de Cromañón. Porque fui a muchos recitales en mi vida, aunque hace años que casi no lo hago, porque mi hija menor fue a ese mismo boliche unas semanas antes del horror, porque amigos de mis alumnos perdieron la vida en él. Porque, a pesar de ser profesora de literatura y haber explicado cientos de veces lo que es una tragedia, sólo comprendí el cabal significado de lo trágico esa noche, cuando las sirenas que aturdían mi barrio (vivo a sólo ocho cuadras) me hicieron temer algo definitivamente grave, cuando las primeras imágenes televisivas me quitaron el sueño y los sueños, cuando comprendí que era fin de año pero no había Año Nuevo. Me indigné con la indiferencia de quienes encendieron fuegos artificiales para festejar mientras tantos sufrían; lloré con cada uno de los padres, novios, hermanos; me angustié con los relatos de quienes pudieron sobrevivir.
Como en las tragedias griegas, sentí el temor, el miedo por nuestros chicos, el miedo por nuestras vidas, tan frágiles. También sentí la compasión que se multiplica infinitamente en cada uno de los relatos, en las historias mínimas y absolutas, que no puedo dejar de leer a pesar de la angustia. Pero, a diferencia de esas antiguas tragedias, no termina de haber catarsis: no se trata de la imitación de hechos terribles, es un hecho terrible, es real y permanente, y no hay desahogo posible.
Indudablemente, el reparto de responsabilidades y culpas es importante y puede aliviar un poco pero no cierra la herida. Porque ésta sigue abierta a pesar de Chabán preso, de los funcionarios acusados, de los músicos sospechados y del peso de la conciencia del que encendió la bengala (si es que vive). Porque la fragilidad de nuestras vidas, acentuada sin dudas por la irresponsabilidad, la corrupción y el desinterés por los otros que caracterizan a nuestra sociedad, se puso en evidencia para siempre esa noche que no termina de terminar. Porque mi dolor no cesa y, aunque no se pueda equiparar con el de las víctimas o sus familiares, está vivo. Porque de alguna manera yo también estuve en Cromañón.