sábado, agosto 05, 2006

Odiseo

...¿Vivió de veras Odiseo las historias maravillosas que cuenta a los deslumbrados feacios en la corte del rey Alcino? No hay manera objetiva de saberlo. Pudiera ser que sí y que su excelente memoria y su habilidad narradora simplemente enriquecieran sus credenciales de hombre de acción. Pero podría ser, también, que fuera un genial embaucador, el primero de esa interminable estirpe de fabricantes de mentiras literarias, tan bellas y seductoras que los lectores y oyentes las vuelven a veces verdades, creyendo en ellas: los fabuladores.
Hay muchos indicios, en el poema, de que Odiseo cuenta falsedades, se contradice en lo que cuenta y da versiones distintas de un mismo hecho o personaje a públicos distintos. Si eso fuera así, y Odiseo, antes que un héroe en la vida lo fuera de la imaginación, ¿se empobrecería acaso? En absoluto: simplemente la que cuenta sería una historia distinta de aquella en la que él hacía de protagonista y transcriptor; en ésta, el rey de Itaca sería el ilusionista, el creador.
La verdad es que basta asomarse a la vertiginosa bibliografía generada por la Odisea para comprender que siempre habrá argumentos suficientes para dar a ambas lecturas de su personaje central una gran fuerza persuasiva. Lo que quiere decir, entre otras cosas, que Odiseo es un personaje ambiguo, que no se deja encajonar en ninguna categoría rígida, que se escurre de toda tentativa de encasillarlo de una vez y para siempre en una personalidad unívoca.
En verdad, esa ambigüedad es lo más atractivo que tiene: estar en el mundo objetivo de la realidad y en el subjetivo de la fantasía, en la historia y en el mito, en la mentira y la verdad, es decir, en lo vivido y lo soñado a la vez.
Tal vez sea eso lo que desde hace casi tres milenios nos tiene sometidos al encantamiento de Odiseo. Pocas obras muestran y nos hacen vivir y comprender mejor, desde adentro, los poderes de la ficción para enriquecer la vida pedestre, la existencia municipal que es la de la inmensa mayoría de las gentes.
Con el soberano de Itaca, navegante esforzado o palabrero simulador, la vida mediocre en la que estamos inmersos se abre de par en par y otra la reemplaza, de proezas y mudanzas inusitadas, de color y violencia, de delicadeza y maravilla, de ternura y pasiones desatadas. Una vida que es la de las peripecias inverosímiles que protagoniza o inventa Odiseo, y que, gracias a su poder de persuasión, resultan ciertas, puesto que, al leerlas u oírlas, las vivimos con él.
El de la Odisea es un mundo de cuentos y de apetitos en libertad. Hombres y mujeres gozan comiendo, bebiendo, danzando, amándose, tanto como oyendo a los aedos o bardos contarles historias verídicas o fabulosas, ayudados con una cítara. En ese mundo no hay una frontera impermeable entre el cuerpo y el espíritu; ambos son el anverso y el reverso de lo humano y, por eso, los seres que han alcanzado a realizarse de manera más cabal, como el héroe del poema, viven sumergidos en ambos, gozan de ambos como si esos dos mundos fueran inseparables, uno solo.
Entre las muchas cosas que ha sido, hay una constante en la cultura occidental: la fascinación por los seres humanos que rompen los límites, que, en vez de acatar las servidumbres de lo posible, se empeñan, contra toda lógica, en buscar lo imposible. El Quijote es uno de los paradigmas de este heroísmo trágico, de ese ideal que, aunque la cruda realidad lo haga añicos, sigue allí, estimulándonos con su ejemplo a seguir intentando alcanzar lo inalcanzable. Tal vez alguien lo logre, alguna vez, como lo logró Odiseo en los albores de la historia. Y, en todo caso, aun cuando aquello fuera una quimera, siempre queda la estratagema del viaje a la ficción –la mentira que se vive de verdad–, donde se pueden infringir todos los límites, porque no hay límites o porque, en ella, un ser mortal y fugaz, como el rey de Itaca, puede incluso derrotar a los dioses todopoderosos...

Mario Vargas Llosa

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