domingo, abril 10, 2005

Nuestros hijos

(Por Facundo Landívar De la Redacción de LA NACION)

Mi hijo estaba ahí. Y el tuyo. Y el suyo.
Y sus nietos. Y tus sobrinos. Todos hijos, nietos y sobrinos de esta Argentina improvisada que anteayer nos quebró el alma, hundiéndonos en el peor fin de año de que tengamos memoria, un fin de año con lágrimas en los ojos y el corazón y el futuro despedazados.
Esos 177 chicos que no están, esos 700 que están pero que jamás serán los mismos, son los chicos de todos, todos somos sus padres, todos somos sus hermanos, a todos nos faltan desde ayer. Porque si los nuestros no estaban ahí podrían haber estado, como estuvieron en tantos otros recitales donde la catástrofe no se produjo.
Eran los suyos, los tuyos, los míos; tenían los mismos sueños, las mismas alegrías, las mismas tristezas, las mismas ganas de poder sacar la cabeza afuera, de aferrarse, aunque sea por unas pocas horas, a la alegría de una música compartida, de un rito que servía para olvidar, aunque sea por un rato, lo difícil que es para los más jóvenes vivir en este país para tan pocos.
Por eso no hay palabras para tanto dolor, para tanta injusticia, para tanta bronca, para tanto llanto contenido.
No hay peor dolor que éste, dolor por el futuro que jamás será para ellos y que, de milagro, casi no es para muchísimos más. Hay dolor por una tragedia evitable, por los controles fallidos, por la imbecilidad de pocos y el sufrimiento de demasiados. Y hay más dolor porque acá no hay naturaleza para culpar o fatalidad donde descansar tanto desgarramiento. Acá hubo, hay, una catástrofe absolutamente previsible. Y por eso duele hasta lo indecible.
Y se necesitaba tan poco para evitar tanta tristeza.
Se necesitaba, eso sí, un país en serio. No un país donde en un lugar para 1300 personas se meten 6000. No un país donde un empresario decide cerrar las puertas de emergencia. No un país donde nadie controla adónde van a divertirse nuestros jóvenes. No un país donde mientras decenas de padres recorrían morgues y hospitales buscando una esperanza, Buenos Aires explotaba en una fiesta obscena de fuegos artificiales para recibir el Año Nuevo. No un país donde 177 chicos mueren por ir a un recital. No un país donde 177 chicos mueren por tres idiotas que tiran una bengala contra un techo.
Nuestros hijos estaban ahí. Y hoy todos estamos llorando.

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